lunes, 29 de agosto de 2011

El balcón

Arden los teléfonos, los balcones del barrio están cansado pero en los mapas que dejaron encima de la mesa se guarda el tesoro, y unas estrellas secretas que pocos conocen. Verano: rachas que quieren volar,  breve susurro al final de la calle. Los enanos de siempre rompen las pequeñas ventas de la oficina de Correos como se ha hecho toda la vida.  El bar de la esquina sigue como siempre, el menú no se cambia, no admiten sugerencias; las litronas en tiempos de sequía se beben de manera distinta, y ya poco importa que sean para desayuno o para cerrar una noche aunque la tribu sienta que el tiempo no existe. Existe un joven apuesto, asomado a la ventana. Recuerda la triste coincidencia de sentir el invierno más oscuro en pleno Julio.  Como el caballero que duerme con  una espada inservible, y se asusta sólo de pensar en cómo librar la batalla diaria de pisar aquellas calles sin el perfume de la dama que vivía en su mirada. Al menos ésa era la película que se rodaba en mi cabeza  cada vez que volvía de comprar alegría en el barrio del al lado. Él siempre fumaba, incluso las últimas veces hasta saludaba descuidando la ceniza, lo que cabreaba a mi perro. Siempre vestía con camisas, descuidado pero elegante. Y supongo que las camisas eran caras. Creo que nunca intenté calcular  cuánto fumaba pero era una locomotora andante a pesar de que siempre estaba clavado en el balcón. Con el tiempo me enteré que pasaba el día enganchado del balcón, no exáctamente. Enganchado a su chica más bien, por eso tenía esa querencia indiscreta a esa ventana. Regaba unas flores que tan sólo él veía, y era feliz. A su chica nunca la ví, siempre tuve claro que sería hermosa y con vestidos radiantes y de encaje, y con una de aquellas  melenas que airean cualquier sombra.
En un día cualquiera, día igual para los de la tribu del bar de la esquina, día distinto para el joven. La senda de nuestros pasos se cruzó en la librería. Aquello era un desierto. Nos saludamos, y me recomendó el libro sobre el que escribo. Nos hicimos confidentes de amoríos, desvaríos y cosas de poca monta entre cafés y largos cigarros que sabían a perros muertos. Eran muy baratos, las conversaciones valían mucho dinero. La librería era un oasis, al final de la tarde.  Y lo que pensaba sobre él era lo acertado. Jamás conocí a nadie que tuviera tan claro lo que sentía, por eso lo defendía hasta cuando las olas de los días se revolvían en su contra, y las mareas del tiempo lo alejaban del camino. Yo no sabía, y él me lo enseñó,  en la huída siempre encontramos el camino de regreso. Ésa era la lección que necesitaba. Su chica vino de no sé muy bien dónde. Él abandonaría el balcón, ahora la terraza del bar de las esquina era suya, y de la chica radiante de vestidos de encaje.Pensé mucho en lo que me enseñó aquel chico. Ella, mi chica, está a mi lado, paseo con esta sonrisa por las arenas de unos días que no se olvidan, que laten tan cerca que no distingo aquellas malditas calles en las que perdía la cabeza por su amor. Creo que jamás tuve nada tan claro. Aquí sigo entre letras que cuestan que encajen, en tus playas donde todo es posible. Tomate. Si algún día muero, llenadme el balcón de flores.