domingo, 30 de mayo de 2010

Pablo y sus abuelitos


Cieza es una de esas miles de esquinas que teje el tiempo a su antojo. Quizá sea el mapa necesario para confundir miles de sentimientos. O un laboratorio impreciso, tan necesario como invisible, a veces.
Comentaba Vallejo que la verdadera sangre de un pueblo es su propia historia. Algo más tarde Salvador Allende contestaría que la historia era nuestra, y que la hacían los pueblos.

De buena mañana, la alegría paseaba cerca de un nieto que agarraba a su abuelo como si la vida dependiera de ello. La seguridad que da beber de la experiencia.

El jodiano, no paraba de preguntar cuál era la diferencia entre un pueblo y ciudad. Pablo era el nieto remolón que siempre quería la última golosina, de los de ahora ( aunque lo desconociera defendía la memoria).
Antonio, que no conocía el no por respuesta, era la causa y a su vez el azar de una vida injusta hasta que, en la sed de Francia, chocó con la abuelita de Pablo, Dolores.

Pablo alucinaba con la historieta de las manos del abuelo. Siempre se ponía igual de pesado. Después de birlarle la última golosina, le sacaba de la boca aquello de los mazos de esparto, de cómo con 15 años el Camino de la Fuente y esas malditas máquinas moldeaban sus dedos. Incluso, cuando pedía más detalle, el abuelito le contaba algo de la espartosis o de los maravillosos bocadillos de Cazante. Incluso desvelaba el secreto de las empanadillas de Mariano.

Pablo, no sabe todavía lo que es el hambre. Ni se imagina la desesperación que provoca. Tampoco entiende la necesidad que tuvo su acompañante de marchar a Francia. Que si a la vendimia, que si a la fábrica de Renault o a talar árboles en Córcega para que los suyos tuvieran un poquito más de leche en polvo, y olvidar las tórtolas de colores... Ni cómo tuvo el valor de dejar a su abuelita en Cieza con lo guapa que era. Aquella mujer con aquella mirada. Con tanta dulcura.

Pablo, es un experto en fotografía. Incluso se defiende cuando le da por jugar con su bombardino. No olviden que tiene 12 años. Casi todos los domingos, merienda con los abuelos. Siempre repite con lo mismo, de sobra sabe lo que quiere. Después de pegarle el palo a la caja de galletas y reponer la caja de caramelos. Rebusca en el escritorio del abuelito. Encuentra de todo: sobres con direcciones en francés, recortes de Le Monde, algún que otro franco, un par de lágrimas: heridas de un tiempo que nunca se olvida. El material perfecto para construir la próxima odisea.
El bureau tiene un cajón con una pequeña cerradura. Pablo tiene la llave de la inquietud. Y no se cansa de ver fotografías en blanco y negro de personas asustadas, con ropas pasadas de moda, entre paisajes y sentimientos contrariados con un París insólito, perfilado por la poesía de barricadas que guardaron tantos sueños. Al fondo, Dolores y Antonio no paran de llorar. Ninguna palabra puede recortar la amargura de sus lágrimas. Pablo sigue pidiendo explicaciones sobre los ropajes de los colegas de antaño.
Dolores y Antonio hallan la respuesta a tanto sufrimiento. Pablo, con la mirada algo aturdida, mira expectante a sus abues. Aguarda las palabras un par de segundos, hasta que su ingenuidad se manifiesta para cambiar de página: " No lloreis. Os quiero mucho. De acuerdo, nunca más rebuscaré en el cajón".

Antonio también le contó a su nieto, la historia del hombre bueno que le regaló a Cieza un hospital. Hoy, tuve la suerte de compartir destino con Pablo. Al acercarnos a Cieza, comenzaba a explicarme lo bonita que era la Atalaya (de su pueblo). Y que por favor bajara con él al río a pegarnos un buen chapuzón.

Quizá, a partir de aquella tarde, las fotografías cambien de color, de protagonistas, de escenario. Y empiecen a sentir la alegría.