viernes, 17 de agosto de 2012

Gastón Cahuita



Eran más de veinticinco años y su mirada pesaba más de noventa kilos. Los días, desde su atalaya secreta, bailaban en el espejo, al ritmo de las gotas que se desparraman cuando las brumas del Sáhara acechan al Sur de este páramo ensimismado, en uno de sus pasos veraniegos con el que se apretan la cintura las Cabañuelas y el río de espuma que conquista el valle.

Digamos que los días inciertos eran su única guarida, además de los sudores de Keroauc, la senda del perdedor Chinaski o la barba francófana de tío Julio. El barrio, a pesar de sus esquinas y las historias de gitanas por las que se rompió más de una vez la bragueta, eran para él un atardecer sin mantel ni vísperas de después, dónde  tan sólo comía, cuando la luna escondía la noche en el redil de los seres inquietos. Hasta las hormigas despreciaban las migajas de aquella sonrisa, que miraba a la vez a dos mares distintos y que respiraba entres sus ojos, que no eran más que una herida viviente, que no terminaba de enconarse.

Ni siquiera las cenizas de aquel amor sideral descansaban encima del velorio, que las horas,a hurtadillas, iban tramando en el envés del calendario. Fumaba vértigo y nunca lo supo, jamás probó otra cosa que la droga más dura que los falsos dioses vendieron a Eva y Adán en aquella jodida manzana. Los días seguían pasando, como los trenes que atracaba en las faldas de las barras americanas de la aldea vecina o las cartas que escribía pensando en ella y que, más tarde, usaba para no pagar el ticket del tio vivo,a todas las féminas a las que picaba con su desvengonzado encanto. Y eso ella lo sabía.

Mirada esquiva pero te hablaba con el corazón en la mano. Puede que todo lo hiciera mal pero todo lo regaba desde dentro. Si ella andaba cerca, todos sabían que para él, ella era la medida del tiempo.
 ¿Qué mayor honor que el eco de su voz te lo reconozca en silencio?

Para Gastón, el mar seguía enfrente, a cien kilómetros (¿el mar cambió alguna vez de sitio?). Quizá por eso nunca tuvo carné de conducir, no pintó en la arena, ni volvió a  bailar con Marley entrr las lágrimas que un día sorprendieron al Atlántico. Si hasta bautizaron a un tifón con su nombre...
El río permanecía a tres segundos si bajabas por las escaleras del Casco Viejo; la misma fracción de tiempo que sus dedos gastaban en destrozar la barrera del deseo: cuello, comisura, norte geodísico de la escalera de caracol de su culo, labios, sonrisa vertical. Tres segundos, el mismo tiempo, la misma distancia con la que te besaría si no viviéramos de espaldas, si los periódicos no hicieran de las suyas y se andarán prestos a  revelar, de una maldita vez, la exclusiva que tus labios cerraron al escapar de cama en cama. Olvidaste que para jugar a la oca hacía falta un dado, dios sabe dónde mierdas está.

Las antípodas se pintan en el mapa tomando de muestra nuestras espaldas. Parece que ya les encuentro utilidad en este invierno que dura más de cuatro estaciones. Las autoridades pertinentes no modelaron plan de rescate alguno, ni para aquella ciudad que se buscaba entre los recovecos que los amantes perfilaban, ni para aquel tipo de lágrima fácil y manos heredadas de un tiempo hambriento; frágiles en su inmensidad y tan honestas como la ambigüedad de un beso en la oscuridad.

Gastón divagaba en su propia vida, su círculo perdía forma pero en sus playas aguardaba la vida entre miles de libros que jamás leería pero abrigarían torpemente aquella condena ineludible, de estirar el atardecer sin aquel ombligo que le dió la vida por segunda vez. En esta ocasión él la eligió aunque a ella se le olvidó el ticket de la pescadería. Dejó la raspa marcada en uno de sus brazos, con la sopa congelada y la espalda, dónde se guardan los secretos, mellada, sin blanca y con dos goles en contra en el descuento.

A pesar de que las treinta lobas,que un día durmieron en su ombligo, promovieran una colecta de besos para dibujarle al menos una sonrisa, él seguía, sin saberlo, pensando en ella, rompiéndole los muelles a la noche en habitaciones prestadas, en mujeres que pronto se cansarían de la violencia de sus caderas.

Sus manos llevaban la carga con la que en ataño agitaba sus cabellos. Su péndulo viril de deshacía entre los dedos, siempre a la hora de la siesta pero ella no era quién se reflejaba en el espejo. Más bien una sombra de barba rojiza e infranqueable,que crecía al borde del espejo sin acuse de recibo, con menos pelo y demasiados kilómetros en la carretera. Gafas western, pitillos con los bolsillos rotos y un arcón de ginebra para difamar a Cristo en la noche.

El verano se desparramaba sin letanía, al igual que los hilos de su cabellera, en silencio e inevitablemente como las horas al volver las esquinas, que también se repeinaban aunque sólo por instinto. Su craneo, cada vez más ligero, se especializaba en túneles salados. Todas quedaban satisfechas, incluso recomendaban sus artes a las demás de la pandilla. No era una rifa pero si te mordía date por contenta, no todos los días te toca la lotería.

Las calles ya conocían sus chancletas de cuero viejo, su hombrura eslava y ese tinteneo de caderas a caballo salvaje entre el grandullón que te birlaba el almuerzo en el patio del cole y el gigante verde de la lata de guisante. Eran más de veinticico años y los cojones del alma se inmolaban día sí y día no. No sé cansaba de ser distinto, él vivía eligiendo lo más sagrado, ya sabes. Lo demás,la distancia y al curioso azar se encangarían de ordenarlo. Desaparecía por el barrio viejo, merodeaba con un papel y un grafito por el Balcón del Muro mientras los jauría tiraba piedras a un pueblo cansado de bostezar anhelos, sin mostrar los dientes al cerrajero.

El verano iba perdiendo lunares y Gastón buscaba nuevos mares en las veinteañeras. Misteriosos puzzles que se perdían entre las camisas, que siempre llevaba puesta, de cuadros, estampadas de flores, jironeadas por los buitres. Siempre llevaba encima algo de su abuelo, a veces la mala leche, quizá el cinismo que nunca tuvo o un peine manido para destripar la madrugada. Nunca se olvidaba de la pitillera Blande de plata, que un día birló en el rastro viejo de Belgrado. Y era fácil desnudar a esa chica que pronto estudiaría anatomía en la universidad. Clases particulares le ofrecía, encima sólo se lo cobraba a la sábana de estrellas, que hacían de refrigerador entre tanto lobo aullando a la noche.

Mientras todo lo demás no tenía sentido, 'El hombre unidimesional' de Marcusse triunfó en este rincón, el SuperYo era la nueva canción del verano y ella que no pasaba por su puerta a barrer las lágrimas, qué más dará.

Gastón nació en Cahuita,vivió en Cahuita y amó y se besó en Cahuita. Ella es la única que sabe del tesoro que guarda. Él la enseñó a bailar, a mirar en los ojos del mundo para darle la espalda a la mediocridad asesina que rodea esta isla. Ella lo sabe, créeme, aunque jamás se atreva a mover ficha, tiene el culo algo más gordo.

Gastón se marchó. Andaba cerca de una ventana, tendido ante el ocaso de su juventud. Gastón dejó esta nota en el quicio de mi rosetal, en ventarrón que era mi habitación.
Era la primera vez que escribía, y eso se aprecia. Su nota es un puzzle, un crucigrama para halcones. Creo que la vida siempre comienza a deslizarse al unir una pieza con otra, qué descubrimiento. Recuerda a tu primo pequeño o mírate la frente en el espejo. Uniendo casualidades, separando el día de la noche, el aire del viento, la sal del mar, el tango de su cintura. Aquí comienza todo, o al menos eso parece.

Gastón, guárdese una por si acaso, no olvide el hielo picado. Quizá ella se pague la última ronda. Quién sabe.

martes, 3 de abril de 2012

Caminos




Pasan las estaciones, y las hojas de los días bailan en el calendario. Pasan por el filo, tímidas, inventadas por un ritmo diferente a lo que hasta ahora conocíamos. Cerca del Sur, la sombra de los héroes invisibles se confunden con la cera caída, los coches mal aparcados y las primeras cabelleras que suben la persiana a los bares de La Otra Cieza. La cara B palpitante arrincona historias como estrellas perdidas en un tiempo que olvida al estirarse en la calle. Falsos dioses, mujeres endiosadas, ex-albañiles de la testoterona, y anónimos que son los más parecido a esos dioses que ya no creen en nosotros. Estrellas, caminos, huellas, cuestas, cruce de caminos.

Hasta que cae el mediodía, la vida no vuelve a las orillas. Para muchos la hora del café es el espacio irreductible dónde a diario continúan con su novela imaginaria. Tan necesaria para permanecer a flote. Diez mil raleas. Y allí están. En solitario y apoyados por el humo de un cigarro, conversaciones solitarias y fecundas que se leen en los ojos, a veces  necesitan doblaje; otras de amigos que dejaron de serlo y jamás se negarán un abrazo; otros..con desconocidos que todavía viven en casa, ya sólo comparten la hipoteca. Siempre pagan por separado.

Al entra en un Café, uno siempre se encuentra con las fotografías que todos llevamos a cuestas. Fotografías, recuerdos que pesan demasiado aunque puedas guardar los cincos continentes de un cuerpo de mujer en una noche. A pesar de que la realidad  separe la luz con que nuestra memoria confunde ciertos colores, hay maneras de brillar que nadie sabe dónde se aprenden. Hay miradas que cruzan el tiempo, y donde se leen grandes historias. Porque las grandes historias están siempre escondidas.

Al final de esta barra de mármol, la única que queda, y puede que quizá por estas fechas, un grupo de chicas, manos de última generación y miradas 3G, regalan al tendido las curvas de la noche anterior, no quedan secretos de alcoba. Y qué importa. Repletas de abalorios diseñados en la última de La Guerra de la Galaxias, y en chandal con la marca deportiva tatuada a fuego, crucifican a su camada de  amantes. Ellos por fin huyen sin ropa, se largan en la moto hacia nueva llanuras, locos de Venus inéditos.  Conversaciones que desintegran el átomo de la intimidad en un segundo. 
Más cerca, se mofan al imaginar la vida del viejito que esconde sus días a solas en el períodico que lee sobre las 4 de la tarde. Qué más da en qué gaste las últimas pagas de Francia.
Demasiada violencia entre sus piercings labiales. Santifican maneras que las devuelven a siglos pasados. Ellas se quejan de su alcalde a través del Gran Hermano. Y con todo ello, fuman, y beben, y ríen a través de esos aparatos que jamás confesarían lo solas que están sus vidas, y las playas de letras, de habitaciones a oscuras y de callejones sin salida, que las hojas caprichosas de los días guardaban para cada una de ellas. El monocromo de sus miradas, el invierno de la oscuridad.
Así es imposible ver el mar. Benditas sean las huídas hacia ninguna parte. Me acerqué a Pedro, el viejito del rincón. Un viejo notario con la mejor colección de postales posible. Era curioso, en su habitación, tenía fotografías de todas sus amantes. Tenía cierta obsesión por las entradas en carnes. O al menos eso decía. Lo pensaba ofendido pero todo lo contrario. Camuflado  entre su periódico, estudiaba los caminos que todavía le quedaban por recorrer. Gracias a esas conchas chapadas en oro malo, esos moños alquitranados, se alegró de no pisar la misma senda de aquellas muchachas. Cruce de caminos. Él ya no necesitaba intermitente. Su vida ya no era ningún atajo. 


lunes, 23 de enero de 2012

Ropa tendida




Entró en la habitación y la vida quedó intacta, en silencio, tendida encima de la mesa. Los recuerdos andaban esparcidos con un ritmo desconocido que mezclaba el olvido con las heridas. Heridas que me convertían en héroe de una batalla indemostrable. La sal de los recuerdos no cicatriza. La estantería pintaba historias distintas según la madrugada. Habían noches que acercaban trenes repletos de nieve, vagones con polizones y espías rusos, caras de miedo, música country; sueños y horizontes sin apenas equipaje con unas monedas dibujadas en los bolsillos... En otras, los viejos indios danzaban entre los dioses implorando lluvia para la reserva.Ya  las últimas lunas borraban las letras, los colores, la alegría de aquellos libros que cambiaban de lugar o acaso de vida. Las novelas siguen apiladas con algo más de polvo, no lloran y no te olvidan porque saben que las echas de menos. Andan a la espera de tus manos, tan sólo tu podrías utilizar la escalera.

La habitación estaba cansada. Al igual que los ojos que se reflejan en el espejo. Son tiempos complicados para bailar y apostar pero no queda otra. Quizá aventurarse a liberar los sentidos o maldecir el vértigo que la ciudad asoma, puede que  sirva de coartada y  se dibuje un atardecer distinto. Hay también miradas que duelen, que nos duelen en sitios donde ningún mapa pueda localizar. Por el barrio encuentro vidas que ya he leído. Y es una  mirada con una mano extendida que lucha contra la perra vida, la que te parte por dentro, te quita el aliento y te enseña lo que todavía no habías aprendido. Ya no hizo falta enchufar el telediario, leer el periódico o estudiarme los consejos de mi viejo profesor. Quedan miradas que lo llenan todo, ni siquiera una buena novela puede desvelar el enigma de unos ojos enfrentados por una casualidad.

Subí las escaleras con las palabras de aquel joven. Al menos le robé una sonrisa, puede que fuera lo mejor que me llevaría  a casa en meses. Construí un pájaro de papel con las palabras más bondadosas que pude imaginar, dibujé barcos y aviones de última generación. La ventana seguía abierta, y se esfumó junto a los pájaros que vivían en mi cabeza. Al final de la tarde no tenía claro si todas esas palabras iban para el jóven o si mis quimeras volaban junto aquel pájaro. La habitación también duerme.

La vida seguía tendida. Observo a la gente del barrio, leo el mundo a través de sus miradas. Pocos reparan en los claveles que se descuelgan de los balcones, en los escaparates de los kioskos.  Eso claveles saludan al nuevo día porque alguién silenciosamente los riega. Éstas son las únicas señales de tráfico que importan. De idiotas es plegar los ojos ante la belleza de los cotidiano o esconder la rabia contra la injusticia.  Pocos barren el portal y reciclan lo que esconden sus recogedores, pocos cruzan un saludo de buenos días para comprobar si la maruja del segundo lo lleva de postizo. En sus vidas pasa lo mismo. Desayuno en un bar, comparto tostada y aceite con los abuelos que no tengo en la ciudad. Hablan, discuten entre carajillos, se enzarzan contra Mourinho,comparten miradas... comparten. Quizá sea un objeto extraño en su rutina diaria pero cuando departimos siento cómo recuestan su cabeza sobre el hombro, y comienzan las preguntas, a veces les falta darme un caramelo. Cuando hablo siento que me toman la lección. La gente que no se hace  preguntas muere cada día un poco más. La gente que no vibra, no se contradice, que no se desnuda no me interesa. Hay gente que se besa frente al espejo y no se reconoce a pesar de que lleve el smartphone repleto de semidesnudos. Y ésa es la misma que se consume lentamente... y nunca podrá dejar huella. Los domingos los únicos ríos que cruzan la calle vienen de la orina del malvado, del asesino de las letras, de jóven aprendiz de la nada que todavía no puede contar algo interesante que le cierre la boca. Me molesta el olor. Todos alguna vez hicimos algo parecido. Y sólo se puede caminar si hemos aprendido lo que nos llevó a errar. Perdonar jamás puede ser divino.

Salí del bar y me encontré con una pareja de ancianos. Andaban discutiendo pero sus manos entrelazadas se aferraban a la vida con la firmeza del bastón de mando, de un general imaginario que se aferra al poder. Él suspiraba mientras ella refunfuñaba con cierto desdén y le leía las tablas de Moisés con una estridencia inusitada. El hombre se frenó, unos segundos de mirada estatua, y le clavó un beso. La señora le contestó que siempre las discusiones terminaban así... Estaba seguro que se juró así mismo que sería el Clark Gable de su propia vida. Quién no soñó con que  cualquier guerra terminara con una flor clavada en el cañón.

La vida seguía tendida, y ya no goteaba. Me recordó a un beso con arena que el tiempo retrató en la piel de la memoria. Hay fotos que abrigan como el sol en la noche más fría. Y sé que todavía es real porque si cierro los ojos lo podría repetir. Sé que andas cerca porque escribo mientras el viento y la distancia ordena lo demás. Y no eres un recuerdo ni estas cerca del olvido. La foto estaba en una caja de madera. Se le puede robar a la tragedia una sonrisa, y eso jamás impedirá amar, amar  sin más ley que la del deseo y alejando la carga de los buques perdidos sin olvidar quién rescata lo vivido. Se mira al mar porque en Madrid yo puedo ver el mar. Sigue aquí enfrente, cerca de una luna dividida, pendiente del baile de unas cortinas al igual que mis caderas. Las sábanas están sin estrenar, los pies limpios a pesar del camino, los dientes cepillados. La mochila llena de libros. Recojo  hojas secas cuando paseo para poder  pintarlas, y compro  postales y tengo apalabrado con mis ganas un par de destinos. Uno vive en los lugares donde ama. Y amar jamás se podrá conjugar en pasado. Todo era de los otros o de nadie, eso era antes.Hay miradas que adivinan, silencios que desvelan, calles que te envidian y abrazos que regresan. Olvídate del mapa pero no te olvides del tesoro. Y sé que vendrás, y créeme, no me importa cuándo.